24 de agosto de 2016

Rafael Chirbes - Los viejos amigos

"Dios es el mal y su condena genética una forma de santidad: el castigo del pecado original, ganarás el pan con el sudor de tu frente, la única pausa, el único respiro que se toma el mal. ¿Te imaginas, Amalia, un día sin libros, sin música, sin que suene el compact ni te espere un tomito en la mesilla cuando te metes en la cama? Sería, sin duda, un día duro, un día como una campana de cristal, vacío, silencioso, un día perdido, pero qué duda cabe que, al fin y al cabo, soportable. Y, en cambio, ¿te imaginas un día sin que funcione la cisterna del váter, ni el grifo del lavabo, ni el de la cocina, ni la ducha? Día terrible. Sólo unas pocas horas más tarde te das cuenta de que la suciedad crece, y la casa se llena de olores repugnantes, de sustancias orgánicas que se niegan a abandonarte, se disuelven en el aire y lo enturbian, se adhieren a las paredes. En pocas horas, sientes que vuelves a la más oscura edad media, a la prehistoria. Digamos que el fontanero te aleja más de la prehistoria que Beethoven. Te invito a ti a pensar sobre eso. Me invito yo mismo a escribir sobre eso. Las chicas de la oficina de mi hermano me preguntan por mi biblioteca («tienes que tener una biblioteca enorme»), me preguntan, no sé si porque quieren que las invite a verla, a ver el sofá a la sombra de la pared de libros, la cama bajo el estante lleno de libros; y es verdad que tengo bastantes ejemplares, la mayoría de ellos metidos en cajas, almacenados en el garaje, porque el bungalow es pequeño y apenas cabe el mobiliario indispensable, pero qué más da mi biblioteca, vale el libro que tengo en las manos mientras lo leo, vale el libro que estoy escribiendo y sólo cuando lo estoy escribiendo. Desde la ventana, veo las excavadoras con sus dientes levantando las arenas del Mediterráneo, los naranjos, los cultivos de huerta, las cebollas, los ajos, las lechugas, las alcachofas, los solares, los edificios a medio construir, las grúas, transformando cientos de kilómetros de verdor en paisajes de hormigón. Miro la televisión y veo gente que se arrodilla ante un icono y pide que la cure, que le devuelva su casa destrozada, la que se lleva el fuego, el agua, el seísmo, gente que organiza desfiles y cabalgatas, que planta fallas, salta hogueras o se moja los pies en el agua del mar la noche de San Juan y pide que la luna le conceda un deseo; un millón de personas baila sambas en el sambódromo este deslumbrante martes de carnaval; otro millón dobla sus rodillas y canta la salve en la plaza de Guadalajara porque el Papa ha ido a visitarlos y les promete consuelo. Gente que acude a iglesias y reza; gente que lee el periódico buscando los signos de que se acerca el apocalipsis, que viste la camiseta del Che; que se envuelve en túnicas de color azafrán; que pinta cuadros, que lee poemas, que escribe novelas, que bebe, esnifa o se mete entre las piernas de una puta; gente que le que guarda sus normas, su bar, su grupo de amigos, su cuadrilla de trabajo, y ahí se mantiene su esperanza y ésa es su dignidad, una vez más, la dignidad en relación con el divino castigo bíblico del trabajo..."

Rafael Chirbes, Los viejos amigos (Anagrama, Barcelona, 2003)

23 de agosto de 2016

Julio Llamazares - Las lágrimas de San Lorenzo

"Noche de ronda, qué triste pasa, proseguía la canción que yo oía de pequeño en la radio de la casa de mis padres (aquella radio que estaba siempre encendida; era la televisión de entonces), pero la única ronda que existe ahora es la de mis propios sueños, pienso evocando los que perdí en las diversas ciudades en que he vivido hasta ahora, en los hoteles y apartamentos en los que recalé al pasar, en las universidades a las que dediqué mi tiempo sin esperar otra cosa a cambio que un sueldo al mes. Sólo la luna sabe con cuánto esfuerzo he caminado hasta este momento, cuánta energía he necesitado para poder seguir haciéndolo algunas veces, cuánta pasión he puesto en esta novela que es la vida de los hombres, en este caso de la mía. Como la luna, he luchado contra todo: la soledad, el paso del tiempo, los desengaños, el desamor..., y como ella, aquí permanezco reemprendiendo cada día el camino de mi vida, ese camino que empiezo cada mañana como si lo estrenara siempre y que termino de madrugada cuando la melancolía me duerme como al agua de la acequia de mi abuelo o a los olivos y buganvillas de Ibiza cuando yo era joven. Aunque, a veces, como esta noche, me sumerja en el recuerdo de otras lunas y me mantenga despierto durante horas escuchando el temblor del mundo en la oscuridad..."

Julio Llamazares, Las lágrimas de San Lorenzo (Alfaguara, Madrid 2013)

Reflexiones salvajes (II) / Hacia el interior -de la literatura- con Blanca Villamuza

Presentación libro de Blanca Villamuza, Hacia el interior, Didot, 2016, en Matallana de Valmadrigal, 19 de agosto de 2016.
Semana Cultural Matallana Bombea Cultural.

Hacia el interior de la literatura

“Los libros que de verdad me gustan son esos que cuando acabas de leerlos piensas que ojalá el autor fuera muy amigo tuyo para poder llamarle por teléfono cuando quieras”, nos confiesa Holden Cauldfield protagonista de la novela que a tantos adolescentes dejó su huella El guardián entre el centeno.

Hacia el interior de Blanca Villamuza me gusta, entre otras cosas, porque es una escritora debutante que puedes llamarla por teléfono en cualquier momento y porque ha construido la historia de Alba, la protagonista de su libro, que os invitamos a conocer en esta presentación.

Blanca aporta una gota de agua más a ese océano de huidas que pueblan la literatura universal, empezando por la del propio Caulfield que en su alejamiento permanente de este mundo adulto recala una y otra vez en Central Park, intentando resolver el misterio de adónde van los patos cuando el lago se hiela.

Es amplio ese océano, cada uno dejando una lección, un consejo, una sabiduría. La literatura es vida. Y Blanca construye vida. Huyeron por EEUU Humbert Humbert y
Lolita, como nos provocó Nabokov; huyeron los Joad con la tragedia del ser humano a cuestas hacia el oeste, en busca de una prosperidad tan prometida como fallida, en Las uvas de la ira de Steinbeck; sin rumbo, desde que Jack Kerouac publicó En el camino, podemos disfrutar del trayecto como lo hicieron él, Sal Paradise, y sus colegas Neal Cassady y Allen Ginsberg, Dean Moriarty y Carlo Marx en la ficción. A su manera, Harper Lee nos contó aquella preciosa historia Matar a un ruiseñor en la que Finch huyó de su zona de confort y levantó una bandera internacional contra el odio, la intolerancia y hoy es una obra imprescindible contra el racismo y la xenofobia, siendo también una lección de vida: todos somos iguales porque es el azar natural lo que nos lleva a tener nacionalidades o colores de piel distintos.

Hasta Lorca huyó aterrado de Nueva York (debajo de las multiplicaciones, una gota de sangre de pato, dejó escrito). Conviene recordar que ayer hace 80 años el fascismo lo asesinó. Y lo asesinó porque Federico creía en la belleza de la libertad. Él era la belleza y la libertad personificadas. Conviene aquí acordarnos de él global y singularmente: global, porque ese crimen privó al universo del mayor talento con que contaba nuestro país, con una producción literaria admirable y admirada tanto como poeta como dramaturgo y por esa herida sigue aún la tierra sangrando; y singular, porque si en algo creyó y a algo dedicó sus esfuerzos Lorca fue a la necesidad de acercar la cultura al pueblo y a ello contribuyó con su Barraca itinerante en las misiones pedagógicas durante la Segunda República. Esta semana estáis celebrando vuestra semana cultural y ese es el mejor homenaje que podéis hacer al granadino más universal, al español más hermoso.

Pero volvamos a las huidas, en concreto a la de Alba, la protagonista de esta novela que mucho en común tiene con su autora: por encima de todo esa manera optimista de estar en el mundo. Alba no huye hacia afuera, decide hacerlo introspectivamente cuando cree que su vida necesita un giro. Decía Francis Scott Fitzgerald en El gran Gatsby que “de esta manera seguimos avanzando con laboriosidad, barcos contra la corriente, en regresión sin pausa hacia el pasado.” Alba decide abrigarse en su pasado, un pasado que no conoce por completo pero que intuye, labra su nueva vida buscando en las raíces, desafía al protagonista de la novela de Juan Rulfo Pedro Páramo y decide volver a su Comala particular.

Hacia el interior es un libro que se puede leer como una simple historia, la de Alba, o se puede leer como un canto al medio en el que estamos, el rural, a la ventajas de vivir en comunidades pequeñas, a la cooperación entre vecinos, a la renuncia de una vida material y opulenta. El teleclub como símbolo de ese castillo que Alba soñó en el aire pero que se convierte en el pilar y centro de gravitación de su nueva vida, de su huida.

Decía Juan Tallón que “probablemente, un pueblo que pierde la capacidad para convocar una reunión alrededor de la barra es un pueblo muerto. Da igual que aún tenga habitantes. Como pueblo, es un cadáver. Ahora bien, si hay orquesta, si hay barullo, si hay música, si hay protestas y un grupo opositor lamentando los gastos, entonces el pueblo tiene vida para un siglo”.

Arvid decide dar vida a Silio, lugar donde transcurre la novela, que gira precisamente entorno a uno de esos templos sagrados que hay en el medio rural: el teleclub. Y Blanca hace de Silio un lugar imaginario donde a cualquiera de nosotros no nos disgustaría escoger como destino si alguna vez tenemos la tentación de huir sin saber a dónde.

Blanca es una vecina de Valencia de Don Juan si alguien decidiera escribir una novela ambientada allí, y fuera un personaje secundario, podría ser, mismamente, como Paloma, solo que además de a Maya la protagonista cuidaría también a las otras pequeñas Villamuza: Elisa y Vera. Pero Blanca siempre estaría ahí, como Alba, para echar una mano, para involucrarse desinteresadamente en cualquier actividad o “movida” que crea beneficiosa para sus vecinos, con la misma sonrisa y el mismo entusiasmo en cualquier estación del año.

Pues bien, voy concluyendo esta presentación, porque a quien hemos venido a escuchar es a ella, diciendo que Blanca pretende resolver el dilema de Caulfield, el protagonista de
El guardián entre el centeno, cuando se lamenta profundamente de la vida diciendo que menuda partida esta “si te toca del lado de los que cortan el bacalao desde luego que es una partida, lo reconozco, pero si te toca del otro lado no veo dónde está la partida”. Blanca nos muestra con la novela que tenemos que jugar nuestras cartas y si se da mal una mano, aplíquese la receta de Cervantes, “paciencia y barajar, ya vendrán cartas mejores” y nos enseña que en la partida de la vida hay que marca las nuestras porque el destino no es sino el fruto de nuestras decisiones y podemos construirlo para, usando sus propias palabras, “encontrar una recompensa tras otra”.

Hacia el interior, también nos cuenta la historia de amor o no de Alba y Arvid. Si el amor le dicen a Alba que es una montaña rusa, ¿llegará a ese instante, como canta La Maravillosa Orquesta del Alcohol, en que llega justo arriba y no antes, ni después? La respuesta, la encontrarán en este libro que les animo a leer."


Matallana de Valmadrigal, 19 de agosto de 2016

10 de agosto de 2016

Frédéric Beigbeder - Oona y Salinger

"Jerry no sabe apuntar, su fusil se desvía sin cesar y falta sistemáticamente su objetivo a dos metros. Oona poda los rosales blancos del parque con unas tijeras rojas. Jerry cava un foso en el barro bajo la lluvia helada. Oona pierde un partido de tenis por 6-1 en falda blanca en la pista del jardín. Jerry se echa de lado sobre una roca para poder dormir una hora escasa sobre un soporte no húmedo. Oona vuelve a notar pataditas en su barriga redondeada. A Jerry le cuesta cargar el fusil con los dedos congelados. Oona encarga fresas y frambuesas, y también helado de vainilla, en la tienda de comida para llevar. Jerry comprueba la presencia del tubo de morfina con la aguja hipodérmica en el bolsillo de su guerrera. Oona juega al bádminton en la playa. Jerry oye cómo explota bomba tras bomba y piensa una y otra y vez que la siguiente le toca a él. Oona escucha en la radio californiana que la guerra terminará pronto. Jerry escribe El guardián entre el centeno mientras escucha el Lucky Strike Program (Frank Sinatra, Glenn Miller). Charlie encarga riñones en Ciro’s. A veces Jerry envidia a los que mueren: es más agradable estar muerto que vivo. Oona y Charlie cenan en el Trocadero, el Parisien, el Allah’s Garden. Jerry comparte una botella de calvados con tres camaradas, dos de los cuales morirían en combate ese mismo día. Oona aspira el aroma de los eucaliptos. Jerry recibe un paquete postal de su madre con calcetines de lana tricotados por ella misma: «A partir de ese momento fui el único soldado, que yo supiera, con los pies secos.»

Oona y Salinger, Frédéric Beigbeder (Anagrama, 2016)

9 de agosto de 2016

J. D. Salinger - El guardián entre el centeno

"Pero no quiero que crean ustedes que Jane era un témpano o algo así sólo porque nunca nos besábamos y todo eso ni nos enrollábamos mucho. No lo era. Por ejemplo, siempre nos cogíamos de la mano. No parece gran cosa, lo sé, pero para cogerle la mano era estupenda. La mayoría de las chicas a las que les coges la mano dejan la mano muerta o creen que tienen que moverla todo el rato porque piensa que si no vas a aburrirte todo el rato o algo así. Con Jane era distinto. Íbamos al cine o algo así y enseguida nos cogíamos las manos y no nos soltábamos hasta que terminaba la película sin cambiar de posición ni darle una importancia tremenda. Con Jane ni siquiera tenías que preocuparte de si te sudaba la mano o no. Sólo te dabas cuenta de que eras feliz. Eras feliz de verdad. 

Otra cosa que acabo de recordar. Un día, en el cine, Jane hizo una cosa que me gustó muchísimo. Estaban poniendo un noticiario o algo así y de pronto sentí una mano en la nuca y era Jane. Tiene gracia que lo hiciera. Quiero decir que era muy joven y eso y que la mayoría de las chicas que ponen la mano en la nuca de alguien tienen como veinticinco o treinta años, y generalmente lo hacen con su marido o con su hijo, yo lo hago de vez en cuando con mi hermana Phoebe, por ejemplo. Pero cuando lo hace una chica tan joven y todo eso como Jane, es tan bonito que casi te deja sin habla..."

El guardián entre el centeno, J. D. Salinger (Alianza, 2016)

George Orwell - Sin blanca en París y Londres

"He ahí la actitud de la gente inteligente y cultivada, tal como en esencia puede leerse en un sinfín de libros. Muy poca gente cultivada gana menos de (digamos) cuatrocientas libras al año y, como es natural, se pone de el lado de los ricos porque imagina que cualquier libertad que se conceda a los pobres es una amenaza a su propia libertad. Al pensar que la alternativa es alguna desolada utopía marxista, el hombre cultivado prefiere dejar las cosas como están. Es posible que su amigo el rico no le sea muy simpático, pero da por sentado que hasta el más vulgar de ellos se opone menos a sus placeres y es más parecido a él que a los pobres, por lo que le conviene ponerse de su parte. Este temor a una turba supuestamente peligrosa es la razón de que casi todas las personas inteligentes tengan ideas conservadoras. 
     El miedo a la plebe es un temor supersticioso. Se basa en la idea de que hay alguna diferencia misteriosa y fundamenta entre ricos y pobres, como si se tratase de dos razas diferentes, igual que los negros y los blancos. Pero, en realidad, dicha diferencia no existe. La masa de los ricos y los pobres se diferencia solo en sus ingresos, y el millonario medio no es más que el friegaplatos medio con un traje elegante. Cámbialos de sitio y, ¡tachán!, ¿quién es el juez y quién el ladrón? Cualquiera que se haya relacionado en términos de igualdad con los pobres lo sabe de sobra. Pero lo malo es que las personas inteligentes y cultivadas, justo las que deberían tener ideas liberales, no se mezclan nunca con los pobres. ¿Qué sabe la mayor parte de la gente cultivada de la pobreza? En mi ejemplar de los poemas de Villon el editor ha creído conveniente explicar el verso “Ne pain en voyent qu’aux fenestres”, con una nota a pie de página; así de inconcebible es el hambre para el hombre educado. El miedo supersticio a la plebe nace de forma natural de esa ignorancia..."

Sin blanca en París y Londres, George Orwell (Debate, 2015, original de 1933)

Francis Scott Fitzgerald - El gran Gatsby

"Empezaba a gustarme Nueva York, su chispeante ambiente nocturno y la satisfacción que el constante burbujeo de hombres, mujeres y máquinas produce en una mirada inquieta. Me gustaba recorrer la Quinta Avenida y escoger a mujeres románticas de entre la multitud e imaginar que en unos minutos pasaría a formar parte de sus vidas, sin que nadie se enterase o expresase su desaprobación. A veces, en mi imaginación, las seguía hasta sus apartamentos en esquinas de calles oscuras y ellas se volvían y me sonreían antes de desaparecer por la puerta, internándose en una cálida oscuridad. A la luz hechizadora del crepúsculo metropolitano sentía a veces una inquietante soledad, y la sentía en otros: en los empleados pobres que hacían tiempo ante los escaparates hasta la hora de la cena en un solitario restaurante, jóvenes empleados que malgastaban en la oscuridad los momentos más intensos de la noche y de la vida..."

El gran Gatsby, Francis Scott Fitzgerald (Paréntesis editorial, 2011)
Fotograma de la película El gran Gatsby dirigida por Baz Luhrmann (2013)

William Faulkner - Las palmeras salvajes

"Era el exacto mediodía: el aire estaba muerto, las sombras manchadas yacían inmóviles en sus rodillas, sobre los seis billetes en su mano, los dos de veinte, el de cinco, los tres de uno, oyéndolos, viéndolos: 
     —Toma el cheque otra vez, no es mío. 
     —Ni mío. Déjame hacer lo que quiero, Francis. Hace un año me dejaste elegir y elegí. Me quedo con eso. No quiero que te retractes, que rompas tu promesa. Pero quiero pedirte una cosa. 
     —A mí, ¿un favor? 
     —Si quieres. No espero una promesa. Quizá lo que trato de expresar no es más que un deseo. ¡No una esperanza!, un deseo. Si algo me sucede… 
     —Si algo te sucede. ¿Qué quieres que haga? 
     —Nada. 
     —¿Nada? 
     —Sí. Contra él. No lo pido por él ni siquiera por mí. Lo pido por… por… ni siquiera sé lo que quiero decir. Lo pido por todos los hombres y todas las mujeres que vivieron y erraron pero con los mejores propósitos y por todos los que vivirán y errarán pero con los mejores propósitos. Acaso por ti, ya que tú sufres también, si hay algo que realmente es sufrir, si alguno de nosotros ha sufrido, si alguno de nosotros ha sufrido con bastante fuerza y con bastante bondad para ser digno de amar o de sufrir. ¿Quizá lo que quiero decir es justicia? 
     —¿Justicia? 
     Ahora escuchaba la risa de Rittenmeyer, que no se había reído nunca porque la risa es la barba escasa de ayer, el negligé de las emociones. 
     —¿Justicia? ¿Eso a mí? ¿Justicia? 
     Ahora ella se levanta; él también, se enfrentan. 
     —No he pedido una promesa —dice ella—, hubiera sido demasiado pedir.
     — A mí. 
     —A cualquiera. A cualquier hombre o a cualquier mujer. No sólo a ti. 
     —Pero soy yo el que no te promete nada. Recuerda, recuerda. Yo dije que podías volver cuando quisieras y que yo te recibiría en mi casa a lo menos. ¿Pero puedes esperar eso otra vez, de algún hombre? Dime, has hablado de justicia; dime eso. 
     —No lo espero. Ya te dije que lo que trataba de decir era esperanza..."

Las palmeras salvajes, William Faulkner (traducción de Jorge Luis Borges, Siruela, 2010)

Ernest Hemingway - El viejo del puente

"Ahora no había tantos carros y se veían muy pocas personas a pie, pero el viejo no se había movido.      -¿De dónde viene? -le pregunté.
      -De San Carlos.
      Era su pueblo natal, y tanto placer le daba mencionarlo que no pudo evitar una sonrisa.
      -Cuidaba los animales -explicó.
      -Ah -dije, sin entender del todo.
      -Sí -dijo-, me quedé a cuidar los animales. Fui el último en salir del pueblo de San Carlos.      No parecía vaquero ni pastor y le miré la ropa negra polvorienta y el rostro gris polvoriento y las gafas de montura metálica.      -¿Qué animales?
      -Varios -dijo con un gesto de contrariedad-. Tuve que abandonarlos.
      Yo miraba el pontón y el paisaje del Delta del Ebro, con su aspecto africano, y me preguntaba cuánto faltaría para que viéramos al enemigo, y escuchaba, buscando los primeros ruidos que anunciaran ese acontecimiento siempre misterioso llamado contacto, y el viejo no se iba.
      -¿Qué animales eran? -pregunté.
      -Tres en total -explicó-. Dos cabras y un gato. También cuatro parejas de palomas.
      -¿Y tuvo que abandonarlos? -pregunté.
      -Sí. Por la artillería. El capitán me ordenó que me marchara porque llegaba la artillería.
      -¿Y no tiene familia? -pregunté, observando el otro extremo del pontón, hacia donde bajaban de prisa, por la orilla del río, los últimos carros.      -No, solo los animales que mencioné. El gato, por supuesto, no tendrá problemas. Los gatos saben cuidarse, pero no quiero ni pensar qué pasará con los demás.
      -¿Qué ideas políticas tiene? -pregunté.      -No tengo ideas políticas. Tengo setenta y seis años. He caminado doce kilómetros y no creo que pueda caminar más.
      -Este no es un buen sitio para quedarse -dije-. Si consigue llegar a la bifurcación que lleva a Tortosa, allí hay camiones.
      -Esperaré un poco -dijo-. ¿A dónde van los camiones?
      -A Barcelona.      -No conozco a nadie en esa dirección -dijo-, pero gracias. Muchas gracias.
      Me miró con ojos cansados e inexpresivos.      -Estoy seguro de que el gato se las arreglará -dijo, por compartir con alguien su preocupación-. Estoy seguro de que por él no hay que alarmarse. Pero los demás... ¿Qué cree que les pasará?..."

El viejo del puente, Ernest Hemingway; Ilustraciones Pere Ginard (Libros del Zorro Rojo, 2016)

Ilustración de Pere Ginard para el libro editado por Libros del Zorro Rojo