4 de marzo de 2007

Europa liderará el siglo XXI


Título: Por qué Europa liderará el siglo XXI
Autor: Mark Leonard
Editorial: Taurus, Santillana Ediciones Generales S.L., Madrid, 2005
Páginas: 216, 21,5 centímetros
Según reza mi Documento Nacional de Identidad nací en Valencia de Don Juan, León, provincia de la Comunidad Autónoma de Castilla y León, perteneciente al Estado español. Si me preguntan cuál es mi sentimiento de identidad indistintamente respondería, sin orden jerárquico de preferencias y con idéntica nula intensidad o emoción: coyantino (gentilicio del topónimo de Valencia de Don Juan, Coyanza), español, castellanoleonés. Sin dudarlo añadiría que también soy europeo.
En efecto, soy ciudadano de la Unión. Quizá éste sea uno de los privilegios que he disfrutado respecto a mis familiares de las generaciones que me preceden. La bandera de las 12 estrellas amarillas; el himno, la sinfonía “Oda a la alegría” escrita por Friedrich von Schiller en 1785 a la que Beethoven puso música y la divisa, “Unidos en la diversidad”, no suplantan mi identidad, sino que la complementa y la enriquece dentro de una lógica posnacional que está empezando, aunque aún no lo podamos percibir, a transformar el mundo. Quizá tengan valor los versos de Mario Benedetti: “Los azares son mi patria / patria es humanidad.”

Mark Leonard, director del departamento de la política exterior en el Centre for European Reform del Reino Unido, defiende en su libro la tesis de que el Siglo XXI va a ser el Nuevo Siglo Europeo. Europa se ha convertido en un oasis de paz cuando hace tan sólo 65 años era aún un manantial de guerras y conflictos internacionales. 184.000 muertos en la guerra franco-prusiana, 8 millones en la Primera Guerra Mundial y 40 en la Segunda. El poeta francés Paul Valéry captó la condición europea en 1945: “Nuestra esperanza es vaga, nuestro temor preciso”.

La clave del éxito no se encuentra en los carismáticos líderes como Churchill o De Gaulle, héroes de la resistencia contra el fascismo y el totalitarismo nazi, sino en un grupo de anónimos tecnócratas cuya finalidad era desterrar las armas del continente europeo. Destacada fue la aportación de Jean Monnet: una visión de cómo no tener visión. Dejó que fuera el temor al conflicto el que condujese a la unidad y definió su objetivo vagamente, para que todos los países creyeran que Europa siguiese el camino que ellos querían. Priorizó la cooperación en asuntos concretos antes que esbozar una idea ilusoria, como fue la Sociedad de Naciones, después de la Primera Guerra Mundial. Así fue más posible alcanzar un acuerdo sobre el carbón y el acero, que dio lugar a la CECA, que otro relativo a la guerra y a la paz. Una vez que Alemania y Francia estaban embarcados en ese proyecto común, los incentivos para declararse la guerra eran mucho menores que los de construir la paz. Y ése fue el embrión de lo que hoy conocemos como la Unión Europea.

La toma de decisiones en la Unión se puede explicar con la idea de sistema político de David Easton, que Leonard denomina “caja negra de la integración europea”. Los inputs, serían los intereses nacionales de los 27 países que la conforman y el output un proyecto europeo, que retroalimentaría las nuevas demandas.

Nuestro proyecto común ha cambiado la noción de poder. Frente al estulto como nocivo poder espectáculo de los Estados Unidos utilizado en Iraq, se encuentra el poder transformador europeo que no cambia a los países amenazándolos con invadirlos, su intimidación más temible es no tener nada que ver con ellos. De este modo, los que desean entrar a formar parte de nuestro club deben comprometerse con la acción multilateral, la democracia, los derechos humanos y la legalidad internacional, la negociación y el compromiso en lugar de la fuerza militar. Este cambio en la noción de poder destierra el denominado equilibrio de poder que surge en el siglo XV. Principio mediante el cual todos los Estados tendrían que mantener un equilibrio con el fin de que ninguno de ellos pueda dominar el continente. En el caso de la Unión Europea, a medida que aumenta su poder, el resto de Estados vecinos no intentan equilibrarlo, intentan incorporase. La razón estriba en que la economía social de mercado sincretiza lo mejor del liberalismo, la energía y la libertad, y de la socialdemocracia, la estabilidad y el bienestar, en un modelo que ha servido de atractivo para que países que distan de ser unas poliarquías en el sentido que enuncia Robert Dahl, como es el caso de Turquía, corrijan sus déficits democráticos, caminen hacia el establecimiento de un Estado de derecho que otorgue garantías a sus ciudadanos, respeten los derechos humanos y protejan, en vez de discriminarlas, a las minorías que conforman la pluralidad congénita a todas las comunidades. Es fácil comprobar cómo el método europeo para convertir regímenes no democráticos en poliarquías es más efectivo que el norteamericano, que si bien ha cambiado los gobiernos de Afganistán e Iraq, ambos países son hoy sumideros de sangre, a diferencia de los países de la extinta Unión Soviética. Para seguir promocionando valores democráticos hay que ser imprecisos respecto dónde deberían establecerse las fronteras de la Unión, pero no debemos rebajar las exigencias sobre qué deben hacer los países para integrarse.

El autor europeo descarta una emulación a la de Estados Unidos, esto es, la construcción de un Estado-nación federal, puesto que Europa no está preparada para suprimir las identidades nacionales actuales, ni esa ha sido la meta ni la filosofía de la construcción de la Unión.

El éxito de la integración regional europea está siendo escrutado en distintas áreas del mundo. Estamos asistiendo a una proliferación de organizaciones regionales como ASEAN (Asociación de Naciones del Sudeste Asiático), UA (Unión Africana) o la ratificación de Tratados de libre comercio como el de MERCOSUR, que ha posibilitado el espectacular crecimiento, que no desarrollo, económico de los países latinoamericanos que lo han firmado o la posibilidad que barajan los miembros de la Liga Árabe para convertirse en una Unión Árabe. Estos procesos, que Europa debería alimentar, indefectiblemente nos situarán ante un mundo multipolar, que no pivotará en torno a los Estados Unidos o las Naciones Unidas, sino a una comunidad de asociaciones regionales interdependientes. Estas iniciativas nos hacen vislumbrar la emergencia de un Nuevo Siglo Europeo que no va a ser porque Europa vaya a gobernar el mundo a la manera imperial, sino porque el estilo europeo de hacer las cosas habrá sido adoptado en todo el mundo. Es la solución a un mundo globalizado y los Estados Unidos deberán, más pronto que tarde sumarse a este modelo. Los actuales inquilinos de la Casa Blanca, comandados por el Sheriff, al igual que el de las películas americanas necio, zafio y, cuando menos, ex alcohólico, George W. Bush y sus mentores los neocons deberían desterrar su visión del mundo entre los buenos, los que les apoyan y los malos los Estados canallas y contemplar el mundo bajo la óptica europea, que ve un potencial aliado, siempre y cuando compartan y adopten nuestros valores, donde los estadounidenses ven a un probable enemigo.

De triunfar el sistema europeo alcanzaremos la anhelada paz perpetua entre las naciones y podremos afrontar con seguridad y optimismo los retos más importantes que tenemos por delante como el calentamiento climático, la proliferación de Estados nucleares o el respeto al medio ambiente. En palabras de Mark Leonard, la Euroesfera, esto es, la zona de influencia de Europa está compuesta por dos mil millones de personas, así como ciento nueve países. Razones tenemos para pensar razonablemente que los europeos, y nuestra óptica de ver el mundo y de actuar sea el motor de cambio de un mundo asolado por las injusticias. Mientras que los gastos en armamentos se han situado cerca de los 3.000 millones de dólares al día 60.000 personas mueren cada día de hambre.

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