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—Anda, no me jodas. ¿Tanto libro para aprobar matemáticas e inglés de churro?
Arantxa fue quien transmitió a su hermano pequeño la afición por la lectura. ¿Y eso? Es que de vez en cuando, por el cumpleaños, por el santo, por navidades o porque sí, le regalaba tebeos; pasados los años, algún que otro libro. Cosa, por cierto, que también hizo con Joxe Mari, pero sin resultado. Aquí, al decir de Arantxa, vendría a cuento la parábola famosa de la semilla y la tierra árida y la fértil. Joxe Mari era un yermo intelectual. En Gorka, tierra propicia, germinó la pasión por la lectura.
Hay más. Arantxa, siendo Gorka pequeño y ella apenas una niña de nueve o diez años, gustaba de leer en voz alta a su hermano, los dos sentados en el suelo, o él en la cama y ella a su lado, cuentos tradicionales; también historias de la Biblia en un libro con ilustraciones adaptado al entendimiento infantil.
Por los días en que el niño se recuperaba del atropello de la furgoneta, Arantxa tomó la costumbre de ir a la biblioteca municipal en busca de lectura para él. Gorka ya leía entonces por su
cuenta, bisbiseando las palabras, y empezaba a tener gustos definidos: Julio Verne, Salgari, pronto las novelas bélicas de Sven Hassel, así como otras de espías y detectives, todas ellas en ediciones económicas de bolsillo.
Más adelante, sin contárselo a sus padres, ¿para qué?, Arantxa le fue prestando sus propios libros, una treintena que guardaba en una caja de cartón, encima del ropero. Novelas de amor sobre todo, además de un Guerra y paz en versión resumida, Fortunata y Jacinta y seis o siete de Álvaro de Laiglesia que a Gorka no le hicieron tanta gracia como a ella, pero así y todo las leyó con agrado.
Y cuando sus padres empezaron a afearle que se quedara en casa leyendo en vez de ir a la calle a divertirse con los amigos, Arantxa le dijo a solas, con voz de misterio, que no hiciera caso.
—Tú lee todo lo que puedas. Reúne cultura. Cuanta más, mejor. Para que no te caigas al agujero en el que están cayendo muchos en este país.
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Nerea y Eneko
Nerea
se acostumbró a su compañía, al toque levemente paterno-protector de
ese hombre, mayor que Xabier, que le transmitía tranquilidad y, cosa al
alcance de pocos, sabía moverla a risa. Eneko, un hombre sofá: blando,
mullido, idóneo para el reposo. En días de lluvia, la tapaba con su
paraguas mientras él se iba mojando. Este tipo de detalles, para Nerea,
tienen un gran valor. Y estaba ella, pasados unos meses, a vueltas con
el pensamiento de proponerle algo más que salir juntos porque el hombre
le caía francamente bien. Pregunta de sus amigas: si había amor. Por
supuesto, pero también amistad, que no es lo mismo. Nerea decía que la
amistad es la que sostiene la relación de pareja cuando el amor se
destensa y pierde llama.
Los
separaba, no obstante, una grieta negra, sin fondo. La grieta se abría
entre los dos, los acompañó a todas horas durante los cerca de diez
meses que convivieron estrechamente y no la veían, y de hecho Eneko
nunca la vio. De modo que, si aún vive, ¿qué habrá sido de él?, quizá
siga preguntándose qué pudo fallar. Y era que así como ella callaba lo
de su padre, callaba él lo de un hermano que cumplía condena por delitos
de terrorismo en la cárcel de Badajoz. El amor, la amistad, la risa, el
hombre sofá, la rosa o el libro de obsequio, todo se lo tragó en
cuestión de segundos aquella grieta profunda.
Fue
así. Atardecía un lunes lluvioso de enero, año 95. Nerea y Eneko
acordaron dar su acostumbrada vuelta por la Parte Vieja, picar un par de
pinchos, regarlos con vino y al fin retirarse a casa de él, a casa de
ella o cada cual a la suya, que mañana, maitia, es día laborable.
De bar en bar, compartiendo paraguas, enfilaron la calle 31 de Agosto. Y
Nerea venía riéndose de ciertas chuscadas que contaba Eneko. A la
altura del bar La Cepa se le cortó de golpe la risa. Sabía por las
noticias de la radio que cinco o seis horas antes un pistolero de ETA
había asesinado allí dentro al teniente de alcalde mientras comía con
algunos compañeros de su partido.
—¿No es aquí donde han matado a Gregorio Ordóñez?
—Yo a ese no le lloro ni una lágrima. Por tipos como él está mi hermano en la cárcel.
Pasaron
de largo. Y Nerea se apartó un poco del paraguas y ya notaba las gotas
de lluvia en un brazo y había empezado a ver la grieta.
—¿Un hermano en la cárcel?
—En Badajoz. ¿No te lo había dicho? Tiene para rato.
—¿Por qué lo han encerrado?
—Pues ¿por qué va a ser? Por luchar por lo que ama.
Llegaron
a la altura de la iglesia de Santa María. Eneko reanudó sus bromas,
pero de la boca de su novia ya no brotaba la risa. Nerea ni siquiera
escuchaba. Y discretamente se soltó del brazo de él con la excusa de
buscar algo dentro del bolso. ¿Qué hago? ¿Me echo a correr? Su
facciones, pura rigidez, rictus impostado, fingían serenidad. En su
interior se había desatado tal marea de nervios que no pudo impedir que
se le escapara una cantidad no pequeña de orina. Se le hizo eterno el
camino hasta el Bulevar. Él hablaba, jovial, dicharachero; ella callaba.
En la parada del autobús se despidió después de dejarse besar en la
mejilla con una mezcla de repugnancia y terror. Aunque había asientos
libres junto a las ventanillas que daban a la acera donde él esperaba
bajo el paraguas el acostumbrado gesto con la mano, Nerea se acomodó en
uno de la otra parte. Por el trayecto a Amara se le ocurrió el modo de
justificar la ruptura. Lo llamó por teléfono nada más llegar a casa. Que
había otro hombre en su vida. Una mentira infalible en estos casos. La
dijo y, sin esperar la reacción de él, colgó. Podía haberle dicho la
verdad; pero entonces habría tenido que mencionar a su padre. Antes
muerta.