"Dios es el
mal y su condena genética una forma de santidad:
el castigo del pecado original, ganarás el pan con
el sudor de tu frente, la única pausa, el único
respiro que se toma el mal. ¿Te imaginas, Amalia,
un día sin libros, sin música, sin que suene el
compact ni te espere un tomito en la mesilla
cuando te metes en la cama? Sería, sin duda, un día
duro, un día como una campana de cristal, vacío,
silencioso, un día perdido, pero qué duda cabe
que, al fin y al cabo, soportable. Y, en cambio, ¿te
imaginas un día sin que funcione la cisterna del
váter, ni el grifo del lavabo, ni el de la cocina, ni
la ducha? Día terrible. Sólo unas pocas horas más
tarde te das cuenta de que la suciedad crece, y la
casa se llena de olores repugnantes, de sustancias
orgánicas que se niegan a abandonarte, se
disuelven en el aire y lo enturbian, se adhieren a
las paredes. En pocas horas, sientes que vuelves a
la más oscura edad media, a la prehistoria.
Digamos que el fontanero te aleja más de la
prehistoria que Beethoven. Te invito a ti a pensar
sobre eso. Me invito yo mismo a escribir sobre
eso. Las chicas de la oficina de mi hermano me
preguntan por mi biblioteca («tienes que tener una
biblioteca enorme»), me preguntan, no sé si porque
quieren que las invite a verla, a ver el sofá a la
sombra de la pared de libros, la cama bajo el
estante lleno de libros; y es verdad que tengo
bastantes ejemplares, la mayoría de ellos metidos
en cajas, almacenados en el garaje, porque el
bungalow es pequeño y apenas cabe el mobiliario
indispensable, pero qué más da mi biblioteca, vale
el libro que tengo en las manos mientras lo leo,
vale el libro que estoy escribiendo y sólo cuando
lo estoy escribiendo. Desde la ventana, veo las
excavadoras con sus dientes levantando las arenas
del Mediterráneo, los naranjos, los cultivos de
huerta, las cebollas, los ajos, las lechugas, las
alcachofas, los solares, los edificios a medio
construir, las grúas, transformando cientos de
kilómetros de verdor en paisajes de hormigón.
Miro la televisión y veo gente que se arrodilla ante
un icono y pide que la cure, que le devuelva su
casa destrozada, la que se lleva el fuego, el agua,
el seísmo, gente que organiza desfiles y
cabalgatas, que planta fallas, salta hogueras o se
moja los pies en el agua del mar la noche de San
Juan y pide que la luna le conceda un deseo; un
millón de personas baila sambas en el
sambódromo este deslumbrante martes de
carnaval; otro millón dobla sus rodillas y canta la
salve en la plaza de Guadalajara porque el Papa
ha ido a visitarlos y les promete consuelo. Gente
que acude a iglesias y reza; gente que lee el
periódico buscando los signos de que se acerca el
apocalipsis, que viste la camiseta del Che; que se
envuelve en túnicas de color azafrán; que pinta
cuadros, que lee poemas, que escribe novelas, que
bebe, esnifa o se mete entre las piernas de una
puta; gente que le que guarda sus normas, su bar, su
grupo de amigos, su cuadrilla de trabajo, y ahí se
mantiene su esperanza y ésa es su dignidad, una
vez más, la dignidad en relación con el divino
castigo bíblico del trabajo..."
Rafael Chirbes, Los viejos amigos (Anagrama, Barcelona, 2003)
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